Desprendidos por causa del calentamiento global, los primeros icebergs que llegarán a las costas de Cuba aparecen ya en la obra de Vladimir Iglesias.

No es un capricho del pintor paisajista, aunque las aristas heladas se presten para contrastarlas con el mar incandescente de las puestas de sol en el Caribe.

Más allá del juego de luces y sombras -en el que Vladimir es todo un maestro-, su serie ecológica es el resultado de una profunda introspección: aquella que lo anima como corredor de fondo de la paisajística cubana más reciente.

A diario, desanda el pintor decenas de kilómetros por el circuito de su natural Matanzas, hinchados de aire sus pulmones, saturada su retina por la vista del horizonte en espera del momento que irrumpirá el rayo verde.

¿Ha sido iluminado Vladimir por ese destello que suele ocurrir cuando el astro radiante está a punto de sucumbir en el cielo despejado y transparente?

Naturalista en esencia, su paisaje es vivencia, tan cubano como universal. Pero es también un reto intelectivo para el espectador que, enamorado del mundo, piensa en el futuro de la humanidad.

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